Ellas

        El otoño era su estación favorita, la luz cambiaba volviéndose más tenue y cálida, las hojas secas cubrían las aceras, las calles olían a castaña asada y le recordaban a los días en los que su padre y ella las comían sentados en el parque. Había personas malhumoradas que anhelaban el verano transcurrido aunque también se veían algunas sonrisas como la suya que sabían apreciar un buen café caliente, las galletas de jengibre, una manta gordita y la lluvia.

Esa tarde había quedado con sus amigos en una cafetería de esas que están llenas de expositores con tartas y bizcochos caseros, que tienen 30 tipos diferentes de té y otros tantos de café, sofás acogedores y decoración en tonos pastel. 

Volvía a casa absorta en las anécdotas de la tertulia cuando chocó contra un grupo de niños disfrazados que corrían calle abajo. Rebosaban felicidad y energía gracias al aporte extra de azúcar granjeado en el famoso “truco o trato”. Sus piernas trastabillaron haciéndole caer sobre un escaparate. Tras maldecirles internamente se fijó en el establecimiento. Era nuevo en el barrio, o al menos nunca había reparado en él. Las cortinas escondían lo que había dentro dejando traspasar sólo una débil luz que llegaba del interior. “Coven”, leyó en voz alta el cartel. Sintió un hormigueo en sus piernas y un deseo desconocido que le indujo a entrar. 

La oscuridad de la tienda era tal, que al traspasar el umbral, sus ojos no pudieron ver más allá de escasos centímetros. Esto, junto a un olor fuerte que impregnaba la estancia, hizo que sus sentidos se tambalearan durante unos segundos. En cuanto se acostumbró a las características de la habitación, todavía desde la puerta, observó el entorno. 
La luz era frágil y titilante, en tonos amarillos y verdosos. Las paredes estaban cubiertas de viejas estanterías de madera oscura, con tantos objetos que era imposible fijar la mirada en algo. Había cierta neblina en el aire, fruto del polvo y la mezcla de inciensos. En las baldas que se encontraban tras el mostrador, pudo ver tarros de todas las formas y colores, rellenos de bálsamos y aceites con carteles tan sugerentes como: “mal de ojo”, “deseo prohibido” o “tras la muerte”, y sobre éste, restos de algunas sustancias sospechosas de las que no quiso averiguar la procedencia. 
Algo rozó su tobillo sobresaltándola. Un brillo amarillo le devolvió la mirada. Se trataba de un gato negro, de aspecto solemne, que ronroneaba alrededor de sus piernas. Acto seguido maulló y se dirigió hacia el fondo de la tienda, dónde tenía un mullido cojín rojo. Se tumbó en él y con los ojos fijos en ella, comenzó a mover lentamente la cola de un lado a otro en una cadencia hipnótica.

Anduvo por la sala, parándose a mirar más detenidamente. Había cristales y gemas preciosas, todas con su cartelito correspondiente; libros modernos y antiguos apilados; y muestrarios con especias. Sus dedos rozaron suavemente una torre de telas sedosas hasta que reparó en unos tableros de ouija. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. 

Escuchó el tintineo de unos cristales a su espalda, se dio la vuelta para observar lo que contenía la vitrina. En la primera balda había copas de un tono burdeos, en la del medio, cacerolas de hierro de diferentes tamaños que parecían sacadas de algún cuento infantil, y en la de abajo, unas velas encendidas rodeando un libro cuya encuadernación estaba hecha en cuero, cuarteado por el paso del tiempo, con una estrella dorada grabada en el centro y una gema roja en el lomo. Abrió las puertas y con curiosidad posó su mano en la portada. En ese momento, una ráfaga de viento se levantó en la habitación, el fuego de las velas se avivó, unas calaveras de México encendieron sus ojos y el gato huyó a la trastienda. Asustada, apartó la mano y cerró a toda prisa. 

Alguien carraspeó.

—¿Puedo ayudarle? —preguntó una señora que apareció tras un velo que ocultaba una puerta. La mujer era de edad avanzada, regordeta y con el pelo canoso recogido en una larga trenza. Vestía de forma extravagante pero casaba perfectamente con el ambiente. Su voz era suave y dulce, sin embargo, se le erizó el cuerpo entero como si cada letra que había pronunciado le hubiera rozado a escasos milímetros de la piel. Sus ojos expresaban curiosidad y cautela.

—Disculpe —dijo con la voz entrecortada. —No quería molestarle, sólo estaba mirando, siento si he tocado algo que no debía —con nerviosismo y rapidez se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. Cuando su mano agarró el pomo, éste se desvaneció dejando una pared sin salida. El miedo la paralizó. 

—Jovencita, acércate —dijo la mujer. La joven intentó huir pero una fuerza inexplicable tiraba de ella hacia el mostrador. Cada palabra pronunciada por la anciana tenía un efecto sobrenatural—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Gaia — dijo con un hilo de voz.

—Poderoso nombre —se sonrió la mujer. —Las diosas siempre nos han acompañado—. 

De pronto, Gaia notó que su muñeca le ardía y se le escapó un grito de dolor. Estaba muy asustada y las lágrimas empezaron a brotar de sus oscuros ojos. La mujer extendió su mano en una invitación.

—¿Puedo? —. 

Gaia temerosa aceptó. Le remangó el jersey y miró su marca de nacimiento que ahora estaba incandescente. Pasó los dedos rugosos por encima, dibujando la luna que formaba sobre su fina piel. Las luces centellearon y el calor se extendió por su cuerpo.

—Se ha despertado, quizá demasiado pronto —la mujer parecía divagar en sus pensamientos. —El fuego y el sufrimiento de nuestras antepasadas sellaron aquella noche esta marca y con ello el destino de generaciones — Gaia estaba pálida.  —Bienvenida a casa, tengo mucho que contarte y tú mucho que aprender —sentenció la mujer. 

Gaia no pudo ocultar su expresión de sorpresa, incredulidad y miedo. Ante esa reacción la mujer, sonriendo, salió de detrás del mostrador, se acercó a ella y le preguntó: ¿Has escuchado hablar de las brujas de Salem?

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