1957
Se
le habían pegado las sábanas y tuvo que bajar las escaleras corriendo mientras
se abrochaba los diminutos botones de la rebeca y se recogía el pelo en una
coleta alta que dejaba escapar rebeldes mechones adornando su rostro. Su madre
gritaba desde la puerta, encaramada a la pasarela “¡Niña, por lo que más
quieras, Doña Pilar no nos ha hecho el favor de darte sustento para que llegues
tarde!” y con las últimas sílabas el portal se cerró tras ella.
El ruido de sus pisadas al corretear
por los adoquines resonaba en las calles adormecidas de Madrid. Como cada
mañana, Lola la estaba esperando en la puerta de la pastelería de Doña Herminia
luchando por no hincarle el diente a uno de esos bollos redonditos y esponjosos
que inundaban la calle de un aroma dulzón.
—¡Tardona!
—dijo su amiga empezando a caminar en la dirección del taller. —No tengo ganas
de que la sargento nos amenice la mañana con sus regañinas como si no nos
hubiéramos librado todavía de las monjas —.
—Ya
sabes que habla mucho pero muerde poco, mientras tengamos las piezas listas a
la hora de salida, ella contenta, porque sus clientas “alta sociedad” no
tendrán que repetir vestido esta noche —respondió María.
—¡Dios
te oiga! —suplicó al cielo.
Solo hubo una mirada de desaprobación
mientras se anudaban sus batas y cogían sus utensilios de costura, seguida de
una sonrisa camuflada de enfado. Doña Pilar, aunque hacía ver que era una mujer
recta y seria, las quería a todas como si fueran sus hijas. No en vano las
acogía siendo unas niñas inexpertas y con mucho tesón las convertía en
verdaderas artistas de la confección.
La mañana fue pasando entre telas y
puntadas, algún quejido por un dedo pinchado y tarareos varios al son de las
máquinas. Durante la pausa del almuerzo todas las chicas salían a tomar un café
o una gaseosa pero ese día María dejó que Lola se fuera con las demás. Sacó un
vestido de algodón de color blanco con florecillas rojas, entallado a la
cintura con largo Chanel. Llevaba semanas trabajando en él hasta en su casa,
tenía que terminarlo. No era un proyecto del taller, era algo personal. Con los
últimos retoques se levantó y se lo puso por encima mientras se miraba en un
espejo de cuerpo entero que tenían en la sala. Se observó atentamente, movió la
falda para ver el vuelo que tenía y sonrió. Los ojos le brillaban pero al
escuchar las risas de sus compañeras por las escaleras, se apresuró a
guardarlo.
A la salida del trabajo, María y
Lola siempre volvían juntas.
—Esta
tarde he quedado con Julián, vamos a ir a dar un paseo por el Retiro —dijo Lola
sonriente. —Tengo ganas de que llegue la boda y poder estar juntos sin horarios
ni explicaciones, sin que las vecinas salgan al balcón a cotillear si vamos de
la mano o si se le ocurre darme un beso —.
—Aunque
te cases seguirán chismorreando, pero de otra cosa, por qué no te da un beso
cuando os despedís, por qué trabajas, por qué tu falda es muy corta, por lo que
se les ocurra —contestó María disgustada.
—¡Ay
María! Con ese genio que tienes no me extraña que no se te arrime ningún mozo,
¡y con lo guapa que eres! —exclamó. —¿Qué vas a hacer esta tarde? —preguntó
agarrándola del brazo —. No me digas que te quedas en casa con este tiempo tan
espléndido que hace, ¿quieres venirte? —.
—No,
gracias —contestó apresuradamente. —Voy a ir al cine con unas amigas —.
Después de comer fue a su habitación
a prepararse. Se desvistió para ponerse unas prendas de lencería fina que había
comprado con su último sueldo, con cuidado fue deslizando las medias por sus
piernas hasta llegar a sus muslos. Se puso el vestido y los zapatos de tacón,
se miró en el tocador con detenimiento y algo de nervios. Dejó suelta su melena
recién moldeada y con un pasador en forma de flor recogió un mechón para dejar
ver su oreja izquierda adornada con un pequeño aro dorado. Por último, se
maquilló poniendo como guinda final un tono rojizo a sus labios.
Abrió la puerta de la casa y su
padre la miró por encima del periódico para dar su aprobación a la vestimenta.
“No llegues tarde” dijo “que tus amigas te acompañen hasta casa” sentenció. A
través del cristal de la puerta que daba a la calle pudo vislumbrar la silueta
de Carmela. Nada más verse un abrazo. De esos que hacen que el mundo a tu
alrededor se ralentice y baje el volumen, de esos que llenan tus cinco sentidos,
de esos que curan.
De camino al cine pasearon cogidas
del brazo sin que nadie las mirara, un gesto que visto en mujeres no era
perseguido, porque la demostración de cariño es algo intrínseco en el rol que
ellas ejercen, nadie pensaría nada más allá al verlo. No se teme ese amor,
parece que no existe, sin embargo, cuando se evidencia se menosprecia de igual
forma.
—¿Dos
entradas? ¿Para ti y para tu amiga? —.
—Sí
—.
Amiga, esa palabra que usas cuando
querrías decir con orgullo mi amante.
Cuando las luces se apagan y todas
las personas fijan sus miradas en la pantalla, dos manos, en la última fila,
entrelazan sus dedos y valiéndose de la oscuridad que las protege, sus labios,
temblorosos, se funden en un beso prohibido.
Me encanta!
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